La primera es la constatación de que el sistema sanitario público ha resistido, no se ha colapsado, y lo ha hecho gracias a sus profesionales, que no han sido unos héroes, pero que han cumplido con creces su obligación de llevar la profesionalidad a la excelencia, por su compromiso, sus conocimientos y su responsabilidad.
Todo ello ha sido posible a pesar de la situación de estrés al que estaba sometido el sistema por años de recortes en personal, en camas y en recursos materiales.Los hospitales se han reinventado en solo unos días y la Atención Primaria ha cumplido, sin recursos ni directrices claras. Lo que ha fallado ha sido el déficit de equipos de protección y de test diagnósticos, y esta ha sido una de las causas fundamentales del tremendo número de casos y de muertes en nuestro país. Ha habido falta de previsión, también en los países de nuestro entorno.
Es difícil entender que se sigan haciendo grandes inversiones en material armamentístico y haya este déficit de inversiones en investigación y material para detener una invasión microbiana, cuando desde todos los foros se anunciaba que esta era mucho más probable en nuestra región que un conflicto armado.
Las lecciones son evidentes: hay que reforzar y blindar el sistema sanitario público, hay que tratar mejor a los trabajadores de la salud, hay que dotar de más recursos a la investigación y a los profesionales de la salud pública y, finalmente, hay que tener empresas nacionales que sean capaces de fabricar los materiales necesarios para una situación como esta.
La segunda reflexión es a propósito de un gran fracaso, la gran mortalidad por COVID-19 en las residencias de ancianos y como se han producido estas. Hemos podido constatar que no estaban preparadas para algo así, pero tampoco lo estaban antes, para el día a día. Se ha evidenciado falta de personal, cuidador y sanitario, en muchas de ellas y eso, unido a la falta de material de protección y test diagnósticos, ha sido fatal. Habría que replantear qué solución de habitabilidad damos para nuestros mayores, pero ya mismo hay que adaptar la legislación sobre las residencias a la situación actual, en la que la mayoría están ocupadas por personas muy mayores y con pluripatología, que precisan de muchos cuidados, también sanitarios.
Hay que adaptar la legislación, pero también, y esto es muy importante, vigilar que esta se cumpla, porque no puede ser que algunas residencias recorten en personal y cuidados para que mejore su cuenta de resultados. Tampoco debiera recortarse en salario a los trabajadores de estos centros y pagarles conforme al gran trabajo que realizan. Hay otras cosas que aclarar, por ejemplo, la relación de los centros de salud con las residencias que disponen de médicos. Hay que revisarlo todo para que no vuelva a ocurrir esta situación de desamparo que han sufrido nuestros mayores.
Hay muchas más reflexiones que hacer, como constatar que se cumple el paradigma y esta pandemia, que no distingue de ideologías o fronteras, sí lo hace entre clases sociales, y aquellas más desfavorecidas van a ser, como siempre, las que salgan peor paradas. Otro gran reto será evitar que crezcan estas desigualdades y no aumente el sufrimiento de los que más sufrían ya.
Hay más, algunas me afectan de modo muy directo, por ejemplo, que la pandemia nos ha puesto a los sexagenarios en nuestro sitio, nos hemos mirado en el espejo de la enfermedad y nos hemos visto viejos («personas de riesgo») y nos hemos dado cuenta de que nos habían engañado con las campañas de la «segunda juventud» de las agencias de viajes, que solo pretendían animarnos a consumir.
Finalmente, algo positivo; en mi vida profesional me han hecho mil veces la pregunta de qué era la Medicina Interna o qué hacíamos los internistas en el hospital. Pues bien, además de otras muchas cosas, estar en primera línea cuando aparece una enfermedad nueva que comporta un reto y un riesgo importante. Ocurrió con el síndrome del aceite tóxico, con la infección por VIH/sida, con el ébola y ahora con esta pandemia. Ahí tienen una respuesta.
Aurelio Fuertes