Razón o Pasión, viejo dilema filosófico. Viejo y perpetuo.
No me resisto a trasladar esta dualidad al enfoque social que muchas veces hacemos de las cuestiones –en este caso– de organización sanitaria, pero también al abordaje de conflictos políticos, en el sentido más noble del término político.
Las sociedades mismas actúan bajo estos principios del predominio de razón o de pasión, de emoción o lógica.
Y ello viene a cuento del acercamiento al drama que estamos viviendo de la epidemia de la COVID. Ha pasado ya un tiempo, no excesivo, pero tal vez suficiente desde que empezó este mal sueño, para que seamos colectivamente capaces de hacer una interpretación sensata de qué ha pasado, qué está pasando y qué debemos hacer frente a este marasmo. Analizar la situación, sí, así de simple. Análisis ineludible, a la vista de los devastadores efectos que el virus ha producido en nuestra sociedad, tan convencida de que cosas como esta a nosotros no nos pasarían.
Devastación sanitaria, económica, pero también cultural.
Pero me quiero referir al aspecto sanitario, más exactamente, al enfoque de la gestión de la plaga. Es una opinión –y muy modesta, ciertamente–, pero entiendo que este enfoque se ha hecho con un imperio de la pasión por encima de la razón.
Pasión que ha llevado colectivamente –por la mayoría de los actores políticos, sociales y por gran número de ciudadanos– a hacer valoraciones emocionales, fundamentadas en defender la gestión realizada por el simple hecho de que la han realizado «los míos», con los que me identifico. O, a la inversa, criticar esa gestión por el hecho de hacerla «los otros». No enjuiciando desapasionadamente esta gestión y valorando positivamente la gestión misma por el hecho de realizarla «los míos», al margen de su adecuación.
La pasión ha corrompido el análisis.
En consecuencia, este proceso de valoración desajustada de la realidad no nos permitirá extraer enseñanzas útiles, eficaces –tan útiles como fuera posible– que posibiliten reorientar esa gestión, hacer bien las cosas. O al menos hacerlas mejor.
Pocas iniciativas poderosas han surgido bajo este criterio de la razón; quizás resaltar la del grupo de científicos que planteó analizar esto desde la objetividad, la independencia y el rigor científico. Iniciativa que, por el momento, no ha prosperado.
Difícil poner remedio a los problemas si no se conoce su causa. El tratamiento dudosamente será eficaz si el diagnóstico es incorrecto o desconocido.
Y es que, debo repetirme, veo un exceso de pasión, pasión por «lo mío» por «los míos», por «mis argumentos», en detrimento del análisis sosegado, libre de prejuicios y en aras del bien común. Y esto es aplicable a la gestión sanitaria nacional y a la de los gobiernos de las comunidades.
Quizás esta reflexión –simplista, en parte, por lo breve del espacio– ayude a explicar esa arcaica pugna entre bloques, conceptos o ideas de nuestro país, donde prima lo emocional sobre lo racional.
Aunque también, y para dejar de distraerles con estas líneas, puede que esta dicotomía no deje de ser una falacia y el humano, regido por ambas pulsiones de una forma que no entendemos con precisión, en muchas ocasiones haga finalmente cosa distinta a la que le dicta la razón.