Una forma de indagar el grado de implantación democrática de un país estriba en preguntarse por los derechos que disfruta su ciudadanía. En 1967, la Asamblea General de Naciones Unidas adopta la Declaración sobre la Eliminación de la Discriminación contra las Mujeres, que se institucionaliza como Comité CEDAW en 1979. Surge así un instrumento internacional de vigilancia sobre esta materia, ante el cual los Estados que forman parte de Naciones Unidas deben presentar a examen sus leyes.
Si lo que mejor define la categoría de derechos humanos es su universalidad, lo que evidencia su grado de aplicación reside en la legislación, en especial, en los artículos de sus respectivos códigos penales, porque en ellos se refleja lo que cada país tipifica como delito. Y en nuestro país, la Interrupción Voluntaria del Embarazo todavía es hoy un acto constitutivo de delito, excepto en los tres supuestos establecidos por la Ley 9/85: cuando se practique como consecuencia de una violación, si el feto pudiera nacer con severas deficiencias físicas o psíquicas, y, por último, si representa un grave peligro para la salud física y psíquica de la embarazada.
En la actualidad la mayoría de los países desarrollados sólo permiten el aborto en determinados supuestos al no poder negarse a las recomendaciones de la Organización Nacional de la Salud, que apunta un dato: cada seis minutos muere una mujer en el mundo por someterse a un aborto ilegal. Más de 64 países lo prohíben totalmente, o como máximo contemplan alguna excepción; en África, América Latina y Asia, los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres están confiscados por la interpretación religiosa sobre el papel que éstas deben ocupar en la sociedad. Mientras que en el otro extremo encontramos la racionalidad: la tasa más baja de abortos la registra Holanda, con un 12,8%, gracias a una moderna educación sexual en clave preventiva.
Desde que el Ministerio de Igualdad presentó el informe de los expertos, que no es otra cosa que una propuesta, aunque algunos le otorguen tratamiento de ley, el tema ha vuelto a ser central en los foros de discusión, lo cual representa una gran oportunidad para evaluar nuestras políticas de educación sexual y prevención de embarazos no deseados. Sin embargo, son otras las voces que han captado la atención. Son las que se preguntan sobre la necesidad de cambiar el Código Penal, bajo el pretexto de su no aplicación, dado que ninguna mujer ha sido condenada a prisión, un dato que no parece servir para adherirse a la despenalización, como si fuera mejor mantenerlo como delito por si se necesitara en algún momento resarcir valores.Otra sospecha recae sobre la oportunidad de la reforma, al no constituir, se dice, una demanda social, a pesar de la serie negra afanosamente narrada sobre las prácticas abortivas de las clínicas privadas, que en estado de indefensión demandaban rigor en las informaciones. Cuando hubiera sido más útil interrogarse por qué motivos el IVE no figura en la cartera de nuestros servicios sanitarios, omisión proporcional a la proliferación de oferta privada.
Sea como fuere, lo más llamativo ha sido la virtud arqueológica de volver a los años ochenta y reanimar a aquellos sectores especializados en la defensa de la vida, siempre que ésta sea discutida en un marco metafísico: la que podría ser, no la que es: la de individuos afectados por sida o la de aquellos que violan a niñas por creer que la virginidad es un antídoto a la epidemia africana. Sería ridículo pretender que la Iglesia oficial atendiera razones científicas, cuando su legitimación histórica y presente se ha construido, precisamente, oponiéndose a cualquier avance de la ciencia, desde Miguel Servet hasta las células madre. No es la razón lo que la distingue, sino la verdad revelada. Pues bien, aun aceptando esta diferencia, lo que sí es motivo de análisis son sus métodos para influir en la opinión pública. Ahora goza de la gloria mediática gracias a que sus declaraciones institucionales ya no se hacen en clave interna, sino que se ven amplificadas por cámaras y micrófonos, lo que le asegura la máxima visibilidad a la que aspira toda organización: ser noticia.
Así, la fórmula de impacto da resultado, una campaña contra el aborto, donde la representación no guarda ninguna relación con lo representado: un niño, de un año porque gatea, comparte cartel con una cría de lince. Imagen que, sin pretenderlo, sí nos revela el tratamiento que la Iglesia oficial reserva para todos nosotros, un trato de especie, ante cuyo destino no vale invocar a la ciencia, y menos aún a la voluntad. Sin olvidar la consideración debida a las mujeres, a las que niega su condición de sujetos, para mantener la autenticidad que las define: su función reproductora.
Lo que debe preocuparnos es cualquier coincidencia con sus posiciones. Resulta conservador, además de ineficaz, seguir colocando a las chicas jóvenes en el punto de mira de la gestación y de la anticoncepción. En torno al controvertido límite de edad se han multiplicado los reportajes sobre la capacidad de las chicas en las distintas facetas de su vida social y pública. Además de seguir imputando la responsabilidad unilateralmente a las jóvenes. A nadie le resultaba extraño que se pudiera interrogar a las chicas si se consideraban mayores con 16 años para tomar decisiones, o acerca de sus métodos anticonceptivos, mientras que los chicos habían desaparecido, y con ellos, sus obligaciones en la prevención. De ahí la potencia de la designación de roles capaz de describir una situación que, por definición, concierne a chicos y chicas, como una situación donde de nuevo se niega la corresponsabilidad entre ambos.
Con el mismo criterio, el uso del término «quedarse embarazada», en una suerte de fenómeno endógeno, se convertía en un enunciado recurrente, tanto por parte de profesionales de la planificación familiar como de cualquier sector que exprese una posición al respecto, porque todos incorporamos significados y contribuimos a que sigan vigentes.
En vez de todo esto, la discusión debería centrarse en una estrategia sexual de prevención, buscando soluciones para que chicas y chicos no vivan su sexualidad como un dilema entre el placer y los métodos anticonceptivos, sino que los integren en sus juegos sexuales al fin de evitar que otras decisiones no deseadas deban arbitrarse. Sería la ocasión para revisar el grado de acceso y eficacia a los servicios públicos de salud en esta materia. Por ejemplo, conocer el impacto que ha tenido la píldora del día después en España desde que se introdujo en el año 2001, y que debe dispensarse 72 horas después del coito para garantizar su eficacia.
La pregunta es si aquellas comunidades autónomas con restricciones más severas en el acceso a estos métodos anticonceptivos sabrían cómo contribuyen por omisión a tomas de decisiones extremas, o qué políticas públicas promueven en esta materia. Es la mejor ocasión para abordar una educación sexual basada en la mutua responsabilidad de la anticoncepción, como un derecho universal, eliminando el calvario que las mujeres afrontan al tener que decidir lo que siempre hubieran querido evitar.
Soledad Murillo es profesora de Sociología de la Universidad de Salamanca y miembro del Comité CEDAW de Naciones Unidas.