Si hay algo que cause temor y desestabilice, es la incertidumbre; el no saber. Si en los individuos este sentimiento complica su vida, en las sociedades, es devastador.
Y sí, hablo de sanidad.
Los sistemas sanitarios occidentales son un gran logro y un ejemplo de contradicción dentro de un sistema eminentemente capitalista, es decir donde lo que manda, lo que decide la organización social, es el dinero.
Las crisis capitalistas, desde el crack del 29 hasta ahora, le han servido al sistema para ir conociéndose, perfeccionándose y garantizar en mayor medida su supervivencia.
El sistema no es dogmático, es inteligente, y prima su supervivencia por encima de valores absolutos. Salvo uno, claro, el poder del dinero. Así interioriza, asume e integra casi todos los movimientos alternativos, o que buscan su desaparición.
Hasta ahora las crisis cíclicas han servido para reforzar este sistema. La actual tiene una característica envenenada, nace en su núcleo duro, en la estructura financiera. Y además no se sabe bien como arreglarlo.
En este marco caótico, de incertidumbre, de no saber bien como salir de ésta ni por los propios poderes fácticos, la sanidad pública va a sufrir una trasformación de la que todavía ni somos conscientes, ni podemos intuir su alcance.
Algunos hemos venido diciendo hasta la saciedad, que había que eliminar ineficiencias y variar sustancialmente parte de la estructura, para salvar lo esencial. Se han hecho muchas declaraciones de oposición y poca construcción viable, y el sistema tiene fallos. Fallos serios. Fallos de funcionamiento y fallos de viabilidad, y esto puede ser muy aprovechable por cualquiera.
Por ello, y desde el convencimiento absoluto que la protección sanitaria pública es esencial e irrenunciable, no me atrevo a conjeturar como quedarán las cosas tras este conflicto de identidad del sistema.
Claro que hay otro matiz, el «sistema» finalmente somos casi todos, y no como nos gusta creer, unos banqueros obesos y con sombrero de copa, aunque estos sean más inicuos.