Seguro que muchos de ustedes están ya enganchados a esta penúltima serie de médicos de TV. Yo también, lo confieso, y como desde que era estudiante no había visto un solo capítulo de ninguna de estas series, que ahora inundan todos los canales, he tratado de analizar los motivos de esta adicción. A favor: Gregory House es un médico atípico (para empezar nunca lleva bata), atractivo, irónico y siempre brillante y el actor que lo interpreta, de la excelente escuela británica, lo hace de forma totalmente creíble. Su reto son los diagnósticos difíciles y esa tarea, pecado de internista, me resulta atractiva. Todo lo demás son argumentos en contra: al protagonista sólo le interesan ese tipo de enfermos, casi diría de enfermedades, nada más lejos de la «medicina social» en la que creo; su método de trabajo es la intuición y el ensayo-error, sin preocuparle las recomendaciones de la «medicina basada en la evidencia» (en pruebas o ensayos); y sobre todo está su actitud con los pacientes, lejana y a menudo displicente, nada que ver con la «medicina basada en la afectividad» que predica Albert Jovell (imprescindible su entrevista en el País Semanal). En estas disquisiciones estaba, mientras en la pantalla nuestro doctor resolvía alguno de sus imposibles casos, y de pronto un diálogo centró mi atención. House se había jugado el puesto de trabajo (se trata de un hospital privado) por defender a una de sus pacientes y cuando ella recupera la conciencia le pregunta: «¿Por qué lo ha hecho?». House simplemente le responde: «Porque es mi paciente». Me pareció extraordinario. Ese corto diálogo explicaba de forma elocuente el último de los grandes enunciados del ejercicio de esta profesión, el llamado «profesionalismo», que exige situar los intereses de los pacientes por encima de los del propio médico, así como fijar y mantener unos patrones de competencia y de integridad siempre adecuados. En este punto sí, House me había convencido.
Aurelio Fuertes. El Adelanto 29 Abril 2006