Las sociedades occidentales modernas, llamadas del bienestar, sociedades inicialmente muy estables se fundamentan en tres pilares: democracia, potente desarrollo de las clases medias con un reparto razonable de la riqueza entre todas las capas sociales, y existencia de servicios públicos que cubren las necesidades básicas.
Estos servicios públicos básicos son, la educación, la sanidad y la seguridad social. Atienden necesidades esenciales y eliminan el riesgo, la incertidumbre ante el día de mañana en aspectos críticos.
Existen naturalmente otros servicios públicos fundamentales para el buen orden de la vida diaria de los ciudadanos: transporte, justicia, medios de comunicación… Todos parte integral de la sociedad, necesarios para su vida ordinaria y el desarrollo socioeconómico, y todos pagados con el dinero del contribuyente. Hay otro bloque esencial, que aún no pagado más que muy parcialmente con dinero público, es primordial, como puede ser la vivienda.
Por todo ello, los ciudadanos esperan que los servicios públicos del estado, que pagan con su esfuerzo fiscal, funcionen adecuadamente y les resuelvan las necesidades que cada uno de ellos atienden.
Y cuando decimos que se resuelvan las necesidades, ha de entenderse en tiempo real, es decir sin demoras o sin demoras inasumibles. Un servicio facilitado tras una espera excesiva, se convierte en una denegación efectiva de ese servicio.
Cuando en un país los servicios públicos comienzan a ser objeto de cuestionamiento, cuando se comienza a considerar que en la práctica no atienden eficazmente las necesidades para las que fueron creados, comienza un proceso de insatisfacción social, de percepción de injusticia respecto a la honesta y costosa colaboración fiscal del ciudadano, y puede acabar en la deslegitimación de ese o esos servicios públicos.
Naturalmente, este proceso de desasosiego social, de pérdida de confianza en uno o varios servicios públicos, de persistir, tendrá consecuencias políticas. En el sentido más democrático del término, es decir, el pueblo, en su percepción de que los gobernantes no gestionan adecuadamente su dinero y sus intereses, buscará otras alternativas partidistas, ideológicas, o incluso, salidas que hagan triunfar movimientos que cuestionen el desempeño de los partidos políticos, digamos, tradicionales.
El desafecto por el mal funcionamiento de servicios públicos, la pérdida de calidad de vida de una sociedad, puede tener consecuencias políticas impredecibles.
No haré consideraciones sobre servicios públicos sobre los que no tengo suficiente capacidad de análisis, sobre la educación, la justicia o el transporte, pero si pueden venir a cuento de lo expuesto anteriormente algunas reflexiones sobre la sanidad pública.
A lo dicho sobre que la población espera un correcto funcionamiento de la cosa pública, en sanidad debe unirse otro elemento: las expectativas.
Y en este caso las expectativas -que hemos alimentado durante muchos años, recreándonos sobre que nuestro SNS era uno de los mejores del mundo- eran altas, muy altas.
Nuestro SNS no ha sido objeto de actualización al cambio de las condiciones, demandas sociales y evolución de las patologías. No se ha replanteado su organización y funcionamiento sobre la base de la prevalencia de patologías crónicas, envejecimiento de la población, incremento difícilmente asumible del gasto, ni sobre el uso ineficiente de los recursos.
Desde la pandemia Covid, todas las ineficiencias y problemas latentes han aflorado de forma explosiva. Pero los gobernantes continúan sin actuar, sin que la sanidad sea un campo prioritario de mejora.
Los problemas del SNS son comunes a todos los Servicios Regionales de Salud, al margen de análisis más o menos demagógicos. El estudio de la problemática –de situación, le llaman- del SNS, dicen que está hecho. Falta lo esencial: abordar su reforma sustancial, de refundación calificaríamos alguno.
Y esta reforma radical, en una sociedad compleja, fragmentada en intereses, ideas y sentimientos, debe ser consensuada. La imposición de una “verdad” parcial, aun bienintencionada, no será más que el germen de conflictos futuros.
De no abordarse esta reforma -como se señala al inicio- las consecuencias políticas pueden ser impredecibles.
Miguel González Hierro