Su médico de cabecera le dijo que tenía que verle un especialista en el hospital, porque para el diagnóstico era necesario hacer una resonancia.
—¿Y por qué no me la pide usted?
—Nosotros no podemos, no nos dejan; si lo hiciésemos, las cosas irían más deprisa y quizás mejor. La derivación se la pido con carácter preferente, porque si lo hago como ordinario es fácil que tarden demasiado en verle. Recibirá la cita por correo postal en su domicilio.
Hacía tiempo que no abría el buzón —”total, nadie escribe ya por correo, solo hay publicidad”—, pero ahora esperaba carta, lo abriría todos los días. Bueno, eso fue al principio; más tarde, como tampoco recibía la cita, fue demorando la apertura, primero cada semana, luego cada quince días…
Pasaron unos meses, y un buen día vio que la cita había llegado, la abrió con nerviosismo, que pronto se tornó en alegría: “Me ven el 28, en unos días”. Corrió a contárselo a su mujer: “¿Sabes? Me ven en unos días”. Su mujer tuvo que bajarle de la nube; en efecto, la cita era un 28, pero no del mes en curso. Empezó a sentirse peor, seguía con dolores y ahora había empezado a obsesionarse por si aquello no era lo que pensaba su médico, por si era “algo malo”.
Habló con sus vecinos, con los amigos con los que echaba la partida… Todos coincidieron en el consejo: “Vete a Urgencias. Total, es donde acaba todo el mundo”. Pero él no lo tenía tan claro, su caso no era de los que precisaban una solución urgente. En última instancia, iría por la privada o se haría una póliza de un seguro médico, ¿no era eso lo que aconsejaban los folletos que encontraba en el buzón y lo que anunciaban continuamente en la tele?
Es cierto que tenía dinero para ello; pero él era un firme defensor de la sanidad pública: “Es la mejor y la única que garantiza el acceso a todos, pobres y ricos”. Acudir a la privada le parecía que era claudicar de sus ideas y posiblemente un error; además, los seguros pagan mal a los médicos. Pensó en tantos y tantos a los que, por su situación económica, solo les quedaba esperar, aunque día a día se sintieran peor. Fue un instante de rabia y tristeza, de impotencia.
Consultó los datos. Le resultó difícil aclararse por lo farragoso de los cuadros y diagramas, pero sobre todo porque casi nada se decía de las esperas para consulta hospitalaria, casi todo se refería a la espera para operarse, y esas cifras eran mareantes, tan abultadas que parecían increíbles. Al parecer, el tiempo medio de espera en consultas externas en este país, a fecha de junio de 2023, y después del oportuno maquillaje de cifras, que al parecer nunca falta, estaba en 87 días, con un 51,6% de pacientes que esperan más de 2 meses; en esta demora están más de 3 millones de personas. Definitivamente, su caso no era excepcional.
Pensó que estas insoportables listas de espera tienen su coste; por supuesto, para el propio paciente: insatisfacción, desesperación, hasta problemas de salud mental y, sobre todo, un posible agravamiento del proceso pendiente de diagnóstico o tratamiento. Pero también tendrían un coste para el sistema; en principio, pérdida de crédito y desapego de los usuarios, sobre todo de las clases medias, pero, además, saturación de los servicios de Urgencias y, posiblemente, aumento del gasto económico, al tratar con excesiva demora algo que ha podido empeorar con el paso del tiempo.
Para sí se dijo que quizás todo esto no preocupaba demasiado a los responsables sanitarios, porque de lo contrario harían algo —”todo el mundo sabe que faltan sanitarios y que los presupuestos son insuficientes, quizás también que falta resolución en Atención Primaria, que hay mala organización en muchos servicios hospitalarios y la gestión de los centros es ineficiente”—, pero ¿dónde están las soluciones? Parece que propiciaran que esto vaya mal para beneficio de los dueños de la privada, porque hasta ahora son los únicos que sacan provecho de la situación —dicen en la FADSP que cada día de espera en el centro de salud supone 289.000 nuevos seguros médicos, ¿cuántos serán por día de espera en el hospital?—.
Se le ocurrió, y así me lo dijo, que sería bueno contar todo esto en la prensa, para ver si de una vez por todas se enteran los que tienen la responsabilidad y la obligación de que esto cambie. El título podría ser: “El que espera, desespera”.
Entonces recordé los versos de Antonio Machado, y ya no pude quitármelos de la cabeza durante todo el día: El que espera desespera, / dice la voz popular. / ¡Qué verdad tan verdadera! / La verdad es lo que es, / y sigue siendo verdad / aunque se piense al revés.
Aurelio Fuertes