Aprovecho la frase que la bisoñez del ministro de Sanidad le permitió pronunciar. El eslogan plantea crudamente el fondo de una cuestión esencial en sanidad: quién es el propietario de aquello sobre lo que actúa la medicina, es decir el cuerpo humano.
Hay que hacer notar el desfase que existe entre el avance en derechos ciudadanos políticos, vinculados a un Estado democrático y de derecho, y los derechos -reales no son tan nominales- de los ciudadanos como usuarios del sistema sanitario, es decir, como pacientes.
Este contexto democrático no hace sino ahondar en el principio de que el sistema sanitario público está concebido para atender las necesidades de la población, siendo el conjunto de la sociedad su propietario y quien debe decidir su rumbo. Esto en lo colectivo.
En lo singular, al actuar la medicina sobre personas concretas, no sólo deben respetarse una serie de derechos, sino que ese individuo es pleno poseedor del poder de decidir sobre sí mismo -con salvedades lógicas de edad, consciencia, capacidad o legales- y siendo el profesional sanitario quien le facilite información para una mejor decisión.
Históricamente la medicina ha transitado otros caminos, más paternales, siendo durante mucho tiempo el profesional quien exploraba la enfermedad y decidía el mejor remedio. Subsiste en cierta medida este trasfondo que podíamos bautizar como despotismo sanitario ilustrado. Esto en gran parte también es aplicable a la organización sanitaria.
Convencido de que el propietario de su cuerpo es uno mismo, hay que pedir coherencia a quien estos mensajes lanza y a quien la sanidad organiza, sea cual fuere su ámbito de responsabilidad. La sanidad no puede anular a la persona, así como tampoco negarle asistencia argumentando estilos de vida incorrectos.
En un sentido más complejo, la educación sanitaria, las campañas sanitarias, también han de tener en cuenta este concepto.
Cosa distinta es cuando la decisión sobre el cuerpo afecta a terceros, sanitarios o no; pero ésa es otra discusión, con delicados matices, que dejaremos para otra ocasión.
Hay que hacer notar el desfase que existe entre el avance en derechos ciudadanos políticos, vinculados a un Estado democrático y de derecho, y los derechos -reales no son tan nominales- de los ciudadanos como usuarios del sistema sanitario, es decir, como pacientes.
Este contexto democrático no hace sino ahondar en el principio de que el sistema sanitario público está concebido para atender las necesidades de la población, siendo el conjunto de la sociedad su propietario y quien debe decidir su rumbo. Esto en lo colectivo.
En lo singular, al actuar la medicina sobre personas concretas, no sólo deben respetarse una serie de derechos, sino que ese individuo es pleno poseedor del poder de decidir sobre sí mismo -con salvedades lógicas de edad, consciencia, capacidad o legales- y siendo el profesional sanitario quien le facilite información para una mejor decisión.
Históricamente la medicina ha transitado otros caminos, más paternales, siendo durante mucho tiempo el profesional quien exploraba la enfermedad y decidía el mejor remedio. Subsiste en cierta medida este trasfondo que podíamos bautizar como despotismo sanitario ilustrado. Esto en gran parte también es aplicable a la organización sanitaria.
Convencido de que el propietario de su cuerpo es uno mismo, hay que pedir coherencia a quien estos mensajes lanza y a quien la sanidad organiza, sea cual fuere su ámbito de responsabilidad. La sanidad no puede anular a la persona, así como tampoco negarle asistencia argumentando estilos de vida incorrectos.
En un sentido más complejo, la educación sanitaria, las campañas sanitarias, también han de tener en cuenta este concepto.
Cosa distinta es cuando la decisión sobre el cuerpo afecta a terceros, sanitarios o no; pero ésa es otra discusión, con delicados matices, que dejaremos para otra ocasión.
Miguel González Hierro.
Publicado en «El Adelanto», 15 Noviembre 2008