Un informe del año 2008 de Caixa Catalunya concluía que el gasto sanitario en España representaría en el año 2012 el 10% del Producto Interior Bruto (PIB). En el año 2006, según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el gasto sanitario en Alemania y Francia era del 11% del PIB.
Es natural, por tanto, que administradores y políticos se preocupen en contenerlo: El saco de los fondos públicos tiene fondo y de alguna parte hay que restar lo que en atención sanitaria se invierte o, dentro de ésta, lo que se gasta en uno u otro rubro.
Así las cosas, hace ya bastantes años que algunos países europeos plantearon, entre otras muchas medidas de contención del gasto, sistemas de incentivos para los profesionales en función del ahorro que éstos potencialmente podrían generar de acuerdo con un uso racional de los recursos y siempre, claro está, preservando la calidad de los servicios prestados.
En el ojo del huracán estaba el gasto farmacéutico y no es de extrañar: un informe de la OCDE del año 2008 mostraba que España era el 7º país mundial en ese epígrafe presupuestario y que éste representaba el 24% del gasto total sanitario. De modo que los gestores se dijeron: démosles a los médicos parte del ahorro que generen al aumentar su eficiencia, es decir: incentivemos el uso de fármacos igualmente eficaces pero de menor coste, por ejemplo, el uso de marcas genéricas.
Los estudios diseñados para monitorizar si los incentivos al ahorro mermaban la calidad de la atención prestada han demostrado, allí donde se han hecho, que ésta no ha variado, es decir: el hecho de incentivar el ahorro no se ha traducido, en el ejemplo que nos ocupa, en una reducción de los medicamentos que el paciente precisa; pero hay que decir también que la contención del gasto ha sido poco significativa y que se ha dañado gravemente un elemento esencial de la terapéutica: la confianza del paciente en su médico.
Es decir: los efectos adversos son mayores que los beneficios curativos. Un mala botica, para entendernos.
José Manuel Iglesias.
Publicado en «El Adelanto», 7/02/2009