A finales de diciembre 2020, el jefe de servicio nos envió un email en el que nos planteaba una pregunta para la que solo había dos respuestas posibles: sí o no. La cuestión no era otra que si queríamos vacunarnos frente al SARS-CoV-2.
Semanas antes de plantearme ya seriamente la cuestión, había tenido miedos, que también encontré en algunos compañeros, miedos que se relacionaban especialmente con los efectos secundarios que se habían publicado hasta entonces, como parálisis facial o mielitis transversa, y también con la incertidumbre de una nueva tecnología (la inoculación de RNA mensajero); pero el día que me enfrenté a la pregunta de sí o no, ese día, ya no me quedaban dudas.
En primer lugar, por responsabilidad profesional, el personal sanitario vacunado presentaba menos posibilidades de transmitir la enfermedad a los compañeros y a los pacientes (éstas eran razones de mucho peso) o incluso a tus familiares (lo cual también era importante) y, secundariamente, porque la covid-19 puede ser una enfermedad muy grave, tanto, que acabe con tu vida.
Así las cosas, el 30 de enero se corrió la voz de que estaban empezando a llamarnos. Recuerdo que mi teléfono se iluminó con un número muy largo, supe que era «la llamada de la vacuna» y corrí por los despachos diciendo: «Ya me han llamado, ya me han llamado», mientras los demás asentían con caras de felicidad. Nunca me había hecho tantísima ilusión ponerme una vacuna. Fue un día muy emocionante para mí y también para muchos de los compañeros con los que hablé.
Nosotros, por haber nacido en donde hemos nacido, hemos tenido suerte.
Según un análisis de The Economist Intelligence Unit, más de 85 países pobres no tendrán acceso a las vacunas hasta 2023. Los países más ricos gestionaron las dosis de las vacunas rápidamente y esperan tener vacunada a su población en 2021. Los problemas de producción y la falta de recursos provocarán un retraso en la vacunación de otros países. Los desastres, sean naturales o no, siguen siendo una brecha que separa hasta el infinito a unos países de otros.
¿Qué ocurrirá en estos países? ¿Se podrán vacunar los sanitarios y el resto de la población? ¿Cuál es la política internacional al respecto? ¿Ayudarán los países con más recursos a los que no puedan permitirse una vacunación masiva? ¿Qué opina la OMS?
Dejo esas cuestiones sin contestar, porque no tengo las respuestas, pero deberíamos reflexionar cómo nos sentiríamos si el nuestro fuera uno de esos países. Pudiera ser que millones de personas no recibieran nunca la «llamada de la vacuna».
Gloria Alonso