Hoy me he despertado con una gran noticia: se ha encontrado la causa de las náuseas y vómitos del embarazo (referencia: doi: 10.1111/1471-0528.17129). Quizás a algunos lectores (probablemente masculinos) pueda resultarles “banal”, pero para las miles de mujeres que lo han sufrido y, sobre todo, para aquellas con casos graves, con pérdida total de apetito y más de 50 vómitos diarios, esta es una buenísima noticia.
El responsable es un gen, el GDF15, que codifica una hormona que se secreta en la placenta y al llegar al cerebro materno desencadena los conocidos síntomas. El estudio muestra que las mujeres con una determinada variante del gen tienen una cantidad más elevada de la hormona y sufren la enfermedad (cuyo nombre científico es hiperémesis gravídica).
Esta noticia es importante, entre otras cosas, porque pone fin a una de las teorías más extendidas sobre esta enfermedad: que tiene un origen psicológico. A lo largo de la historia, las mujeres han sido culpabilizadas de los problemas que ellas mismas estaban sufriendo, llegando incluso a acusárseles de querer provocar un aborto. Y aunque la hiperémesis gravídica existe desde siempre, no ha sido hasta ahora que se ha investigado de forma seria. No se comenzó a investigar hasta que una mujer, la doctora Marlena Fejzo, se propuso encontrar la causa tras haberlo sufrido en sus propias carnes.
Y esta historia nos recuerda que la brecha de género en medicina sigue abierta, y muy abierta. La escritora Caroline Criado Pérez lo expone majestuosamente en su obra La mujer invisible. Esta brecha afecta a toda la historia de la humanidad, y proviene de la diferencia de datos de los que disponemos sobre los hombres (muchos) y las mujeres (muy pocos), y el origen último es la asunción de que “el hombre” es el ser humano “por defecto”, y el cuerpo masculino es el cuerpo “por defecto”.
De este modo, durante siglos se han hecho estudios en hombres (o en animales machos) y asumido que en las mujeres sería igual. El fármaco que funciona para el hombre seguro que lo hace también para la mujer (¡y con la misma dosis!), y el que no funciona, pues tampoco lo hará en el sexo femenino; los síntomas que predicen un infarto en los hombres seguro que son los mismos en las mujeres…
Excepto que todo esto no es cierto: existen notables diferencias en nuestra fisiología y anatomía, y estas deberían de tenerse en cuenta a la hora de investigar. Pero durante cientos de años no se ha hecho, y así hemos llegado al siglo XXI, basando nuestra medicina en una ciencia que contiene una enorme y dolorosa brecha de género. Es de vital importancia contribuir a cerrarla, puesto que afecta negativamente nada menos que a la mitad de la humanidad.
Alicia Alonso